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GABO Y MERCEDES, UNA DESPEDIDA

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Israel Covarrubias

GABO y MERCEDES. UNA DESPEDIDA (Ciudad de México, Literatura Random House) es un relato valiente en torno a los últimos días de de Gabriel García Márquez, así como del fallecimiento de Mercedes, su esposa y soporte de vida, donde se nos obliga ir al encuentro de una reflexión sobre la pérdida final, así como el dolor que ello provoca en los que se quedan. Escribe su hijo, Rodrigo García, que Gabo “al igual que muchos escritores está obsesionado con la pérdida, y con su máxima manifestación, la muerte” (p. 28). Probablemente sea este el tópico que anima las páginas de este libro apenas publicado en junio pasado, una suerte de dignificación de lo insondable.


Estamos frente a un conjunto de párrafos donde su narrador, el hijo de la pareja de colombianos más célebre en el mundo iberoamericano, y que estuvieron juntos por más de 57 años, se propone contar los últimos días de vida de su padre, ese periplo que vivió Gabo en la Ciudad de México en 2014, así como lo que sucedió después de su fallecimiento, y que termina con la muerte de Mercedes, su madre, en agosto del 2020. La tarea no se ve fácil, como tampoco la tonalidad que su autor quiere obsequiar y compartirnos. La muerte del padre deviene una suerte de toponimia existencial, un desafío que todos tenemos que atravesar a pesar de que postergamos mil veces su encuentro. En el libro, este gesto se revela con fuerza en un entramado directo. No sobran ni faltan palabras. En efecto, cumple el cometido de subrayar la potencia que tienen los fantasmas que habitan el bestiario que vive en lo más profundo de cada uno de nosotros: “No me di cuenta hasta bien entrado en mis cuarenta que mi decisión de vivir y trabajar en Los Ángeles y en inglés fue una elección deliberada, aunque inconsciente, para hacer mi propio camino lejos de la esfera de influencia del éxito de mi padre. Me demoré veinte años en ver lo que era obvio para la gente a mi alrededor: que había escogido trabajar en un país con un idioma que mi padre no podía hablar” (p. 73).


¿Cómo hablar del padre que miras cada día morir un poco? Rápidamente Rodrigo advierte este desliz: “lo que hace al asunto emocionalmente turbulento es el hecho de que mi padre sea una persona famosa. Más allá de la necesidad de escribir, en el fondo puede acechar la tentación de promover mi propia fama en la era de la vulgaridad” (p. 16).
Este libro nos devuelve el retrato preciso y sin concesiones del nobel colombiano. Gabriel García Márquez empieza con un resfriado que lo tumba en cama dos días, luego resulta que es una neumonía y es llevado al hospital para hacerle estudios; cuando se empieza a saber que es una cuestión grave, determinante e irreversible, su esposa y sus hijos deciden llevarlo a su casa. Ahí, la enfermedad y la muerte no son un mal por erradicar, son un matrimonio. “La muerte”, dice Rodrigo, “cuando ronda así de cerca rara vez decepciona” (p. 40). Entonces, la vida ya no será futuro ni pasado, sino un eterno presente. Anclado en la pérdida progresiva de los recuerdos, desde años atrás la memoria de Gabo ha estallado en mil pedazos: “¿Quiénes son estas personas en la habitación de al lado? Le pregunta a la empleada de servicio. -Sus hijos. -¿De verdad? ¿Esos hombres? Carajo. Es increíble” (p. 18). Párrafos más adelante, leemos en este mismo sentido: “Su secretaria me cuenta que una tarde lo encontró solo, de pie en medio del jardín, mirando a la distancia, perdido en sus pensamientos. -¿Qué hace aquí afuera don Gabriel? -Llorar. -¿Llorar? Usted no está llorando. -Sí lloro, pero sin lágrimas. ¿No te das cuenta de que tengo la cabeza vuelta mierda?” (p. 19).
Nos encontramos con un trabajo compuesto por recuerdo y muchas voces quebradizas que van y vienen, así como por la operación narrativa de colocar lo privado en el centro. No hay interés en señalar por enésima ocasión al García Márquez como el personaje público, el escritor de fama mundial, el intelectual de izquierda, sino ver a la persona, perdida en la nada, subido a un viaje sin retorno, que delimita el universo más íntimo de su vida en una cornisa meramente biográfica: “Su cabeza yace de lado, su boca está un poco abierta y se ve tan frágil como puede verse una persona. Verlo así, en esta escala tan humana, es aterrador y reconfortante” (p. 55).


Por otro lado, en las últimas páginas encontramos un lúcido retrato de Mercedes, una personalidad contrastante con la del padre: “Sin lugar a dudas, su personalidad compleja ha contribuido a mi fascinación de toda la vida por las mujeres, en particular las multifacéticas, las enigmáticas, y por aquellas a las que llaman, creo que de manera injusta, mujeres difíciles” (p. 101). El obsequioso amor que le tiene Rodrigo a Mercedes es inigualable: “La muerte del segundo progenitor es como mirar a través de un telescopio una noche y ya no encontrar un planeta que siempre estuvo allí” (p. 103).


​Con la muerte de Gabo y Mercedes, nos hemos quedando cada vez más solos en el mundo de las letras en nuestra lengua. Muchos de nosotros crecimos con los libros y las proezas del autor y del esposo, así como con la admiración hacia la figura monumental de Mercedes. Otros tantos, quisimos ser escritores por la pura pretensión de imitar las atmósferas alucinantes de su narrativa, cosa por lo demás imposible de ejecutar. Probablemente fue el personaje más sincero de la generación del boom, el menos snob y el más comprometido, a pesar de que muchas de sus causas estuvieran equivocadas o que la historia fuera en una dirección opuesta a la de sus deseos. Parecía que eso no era lo importante. Lo fundamental era su presencia, su vitalidad incuestionable, y que hoy, a pesar de la distancia que otorga su muerte, sigue siendo fuerte. Un autor convencido, y de ello tenemos que seguir agradecidos, de que “cualquier rincón remoto y desvencijado de Latinoamérica o del Caribe podía representar la experiencia humana de manera poderosa” (p. 51). Un legado difícilmente imitable del colombiano universal para las generaciones postreras.

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