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POLÍTICA Y ELECCIONES, VOTAR EN TIEMPOS DEPRESIVOS

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Adrián Acosta Silva

En algunos círculos se suele afirmar con cierta nostalgia que la política y los políticos mexicanos ya no son lo que solían ser. El espíritu de la época, lo que eso signifi-que, está dominado por el
pesimismo y el escepticismo, el desencanto, a veces por la desesperación. La política y la sociedad mexicana atraviesan por una fase depresiva, cuyas señales están por todos lados: en la prensa, en las redes sociales, en la televisión, en las pláticas de cantina, en las calles y salones universitarios, en las charlas de sobremesa familiar. Los relatos apocalípticos, dramáticos, suelen predominar en el horizonte grisáceo del pesimismo mexicano. No son buenos tiempos para la política.

Se afirma, en cierto tono épico, que la política y los políticos de antes eran otra cosa: más claros, comprometidos, fogueados en el arte de la negociación en privado y en los códigos y rituales del espectáculo público. Las reglas de la política también eran otras: el orden de lealtades, el compromiso con proyectos y causas, con programas e ideologías, con partidos políticos, permitían construir reputaciones y legitimidades, establecer códigos de afinidades electivas y diferenciaciones selectivas.  Esta imagen melancólica de la política mexicana forma parte de la elaboración moral de un pasado luminoso y lejano, que ahora parece haberse esfumado para siempre.

Por supuesto, las trampas de la fe se confunden con el olvido y la memoria. Si bien es cierto que los mapas y referentes políticos de la era larga del autoritarismo mexicano se han desvanecido, no es menos cierto que también en el pasado existieron políticos pillos, corruptos, depredadores de recursos pùblicos que acumularon fortunas privadas.  Entre ellos había también políticos brillantes, inteligentes y prudentes, capaces de separar el puesto de la persona, colocando la moralidad republicana en el centro de sus prácticas políticas cotidianas.  Los políticos cínicos fueron inmejorablemente retratados por Martín Luis Guzmán y representados por pesonajes como Gonzalo N. Santos, el célebre cacique y político potosimo de los años cuarenta.
Por el lado de  nuestros haberes políticos, figuras como Jesús Reyes Heroles o Gonzalo Martínez Corbalá, el sindicalista Rafael Galván, representan zonas de la política mexicana que explican que el autoritarismo no se tornara en dictadura y se resolviera en lo que conoce como la experiencia mexicana de transición a la democracia. Más aún: esa transición larga y compleja, que puede fecharse, grosso modo, entre 1968 y 1997, o entre 1977 y 2000, según los anteojos sociológicos o politológicos que se utiicen, fue un período de una significativa vitalidad intelectual y política, con actores políticos e intelectuales que configuraron un clima ideológico favorable a una transición pacífica, gobernable y más o menos ordenada hacia la democracia.
Hoy, la depresión se nutre del desencanto con la democracia y el deterioro de las bases materiales de la existencia social. El síndrome partidofóbico se confunde con la antipolítica. Corrupción y desigualdad se han afianzado como la fórmula fatal de la que derivan la violencia cotidiana de balas y sangre, el miedo, la anomia, la confusión. Si hay algo parecido a la modernidad líquida en México, se deriva de la fragilidad de  una modernidad sólida que nunca logró asentarse. Entre esas modernidades inconclusas, la política se ha convertido en un espectáculo deprimente, improductivo, que se desenvuelve en un escenario desgastado, con malos actores y argumentos, fatigado por el uso y abuso de prácticas políticas autoreferenciales. Ello explica el reclamo hacia la partidocracia  (que incluye la ambigüedad del frentismo, el populismo del obradorismo y a un priismo desgastado) y las ilusiones de la independocracia, el imaginario poder de los ciudadanos sin partido pero con seguidores y empleados que persiguen a los ciudadanos en busca de firmas y apoyos.
Hay problemas graves de representación, de inmoralidad, de corrupción. Pero hay también creencias que apuntan hacia una recomposición del clima político de nuestra propia era de gesticuladores y canallas. El problema es que el ánimo público no parece favorecer la atención en un puñado de propuestas y personajes que pueden contribuir a reestructurar los códigos de una política democrática, eficiente y productiva. Estamos en un panorama de racionalidades y lógicas encontradas. Las formas de socialización política en tiempos depresivos vuelven confusos los límites entre la racionalidad de los ciudadanos y la racionalidad de los políticos.
El tiempo (pre) electoral es un campo de promesas habitado por una retórica optimista, de cambio y renovación. Es un ejercicio de producción de esperanzas  alimentado por la música lúgubre de las tensiones entre el oficialismo y  sus oposiciones.  En plena fase depresiva de la política mexicana, jingles, guitarras y rostros sonrientes, banderas y colores, intentan promover utopías  y contagiar de entusiasmo a los ciudadanos, mediante frases de ocasión y proyectos que se nutren de diagnósticos catastróficos o balances exitosos, según se vea.
En el espectáculo del momento, políticos profesionales y amateurs, pertenecientes a partidos y organizaciones políticas, o independientes que apuestan a explotar el descrédito acumulado de la polìtica, se disputan la legitimidad y el reconocimiento entre ciudadanos escépticos y críticos, o ilusionados de que los procesos electorales pueden ser una oportunidad  para renovar las relaciones  entre gobernantes y gobernados. Por ahí, entre los rostros y trayectorias de  aspirantes y candidatos  hay exdeportistas, actores profesionales, conductoras de televisión,  políticos multipartidos, exfuncionarios, zombies políticos, muchos de los cuales han construido trayectorias en todas las ideologías, partidos y organizaciones que hoy se disputan las preferencias de los ciudadanos. Hay por ahí Fouchés y Ghandis,  oportunistas confesos, ventilocuos y aspirantes a Beneméritos, personajes siniestros e individuos ingenuos, que organizan sus ofertas de acuerdo a las reglas de la temporada. Es hora de tomar nuestros asientos; es el momento de los aplausos, los chiflidos y los bostezos.

Publicado originalmente en Suplemento Campus Milenio

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