Jorge Enrique González Castillo
No me pregunte, padre, hace cuánto me confesé, porque nunca me he confesado.
He pecado tanto que no tengo memoria para ello y usted no tiene tiempo para escuchar tanto pecado morralla.
Vengo a confesarme por dos pecados: el del odio y la envidia. El odio y la envidia de la madre de un muchacho de poco más de veinte años ejecutado en una mugrienta colonia de Tepic.
Y para que no empiece a preguntarme, como toda la puta gente, el mío era un muchacho sin oficio ni beneficio. Flojo para la escuela, flojo para trabajar. Entró a la prepa, pero más tardó en entrar que en salir porque no iba a clases. Desde chico le gustó el fut y le iba a las Chivas. Casi diario jugaba un partido normal o uno de fut rápido. Y después del juego, a fumar y a beber cerveza. ¿De dónde sacaba para los vicios? Pues no sé.
Al muchacho me lo mataron a media noche en una colonia. En la tierra de la calle quedó una mancha negra. La vi al día siguiente. Cuando llegó la policía ya se había desangrado y los asesinos que le dispararon desde una moto ya iban en Alemania yo creo, si es que no habían llegado a Júpiter.
He tenido mucho coraje, mucha impotencia, mucho odio. Hacia mí, porque le escogí de padre un bueno para nada. Y yo tampoco fui mejor, porque nunca pude hacer que le tuviera amor a la escuela o al trabajo. No pude disciplinarlo. Fui a la Iglesia y el padre me decía: “Edúcalo con amor”. Y yo me preguntaba “Y eso con qué se come”. Fui a la escuela y me dijeron: “Incúlcale valores”. Y de nuevo me pregunté. “Eso cómo chingados se hace”. Eso dicen en todos lados pero son más falsos que un político en campaña.
Odio a su padre y me odio a mí.
Odio a sus amigos porque ninguno lo condujo por otro camino que no fuera el puto vicio.
Odio los que lo ejecutaron. A la maña de arriba, a la maña de en medio y a la maña de abajo. A los que envenenan a niños, jóvenes y viejos. Los matan con drogas y los matan a plomazos.
Odio a todos los gobiernos que son sus cómplices y a los que no pueden con ellos.
Odio a la policía, que el día que balearon a mi hija llegaron tarde para variar. Quién sabe si sea la locura de una madre, pero siempre me tortura la idea de que pudo llegar al hospital y detenérsele la hemorragia, porque sólo le dieron un disparo en la pierna.
El odio, padre, me consume.
Ojalá todo quedara en el odio.
Ahora me quema la envidia.
Hasta en la muerte hay diferencias, hay clases, hay niveles.
Le cuento por qué, padre.
A mí cada que matan a alguien, sea bueno, malo o peor, me duele. Porque nadie merece morir. No ando preguntando si andaba en buenos pasos, si a los que matan en una cantina son borrachos, viciosos o putas. Eso qué me importa. Una vida es una vida. La muerte de mi hijo fue ignorada, él sólo fue un número del día, de la semana o del mes. Y una transmisión en vivo de Miguel Ángel Luna o Antonio Tello, que se pelean por llegar primero. No hubo nadie que se condoliera, que levantara la voz, que protestara, que se indignara.
La muerte también tuvo su Buen Fin. Dos o tres por uno. Un estudiante de medicina y una maestra tuvieron la mala suerte de ser ejecutados. Esas muertes sí tocaron las almas y los corazones de la gente. Me enseñó mi hija que la gente estaba enojada en el famoso feis. Que todos los políticos y puercos gordos prometieron acabar con esto y dieron condolencias a las familias. Que el rector escribió una carta tremenda. Que los muchachos de la Universidad de Nayarit detuvieron el desfile del 20 para exigir justicia. Que los periodistas escribieron y escribieron del asunto. Que hasta en las misas del domingo rezaron por ellos.
¿Envidia? Sí, mucha envidia, padre. ¿Por qué la muerte de mi muchacho a nadie le importó? ¿Por qué? ¿Porque no estaba en la Universidad? ¿Porque no era hijo de rico? Envidio a esos muchachos, a sus familias, porque al menos tuvieron el consuelo de que los tomaran en cuenta. Me duele lo que les pasó, pero los envidio.
Y, padre, lo que más enoja es la distinción. Me dijo mi hija que pocos se conmovieron por el policía ejecutado a los ojos de sus hijos hoy en la mañana. ¿Que andaba en malos pasos? Culeros. Vivía en un fraccionamiento de jodidos. Seguramente era traficante pobre. ¿Sabe por qué no se conmovieron por él? Porque la gente se considera buena y considera malos a los pobres, a los policías, a los viciosos, a los sicarios, a los vendedores de droga, a las putas. “Y si matan a los malos, que los maten”, piensan. “Si se matan entre ellos, que se maten”, platican. Ya los quisiera ver si dicen lo mismo si les tocan hijos viciosos y malandrines o hijas putas.
No lo dudo, padre, que usted piense igual. Y que Dios piense igual.
No quiero el perdón por mi odio y por mi envidia. Para que no se tome, padre, la molestia de dejarme una penitencia.
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La madre tiene 36 años. Vende ropa usada casa por casa. Su hijo estaba por cumplir 21 años antes de ser ejecutado. Ni trabajaba ni estudiaba. Su hija estudia tiene 14. Es alumna regular en una secundaria.