Gerardo Vargas
Es una final regia no sólo por ser los rivales clásicos del norte de México sino por la realeza con la que han llegado hasta aquí. El líder de la liga contra el equipo más constante de los últimos años.
Además un duelo de estrategas. Por un lado Antonio “el Turco” Mohamed, mientras que en el otro bando la experiencia y el temple de Ricardo “el Tuca” (la letra T de Titanes no es gratuita). El astro que le diera vida y color a la casaca de los Toros Neza en aquella final del Verano de 1997; y quien metiera el mítico gol en la Temporada 90-91 para hacer campeón a los Pumas de la Universidad. El tiempo pasa y va aquilatando el talento. Forjando el carácter.
El partido, a decir de los que saben, fue agónico. Minutos de sesenta segundos pero miles de pulsaciones. La televisión fue insuficiente. La tecnología hizo más cercano el cotejo. Los gritos de los goles se percibieron en los miles de bares y restaurantes en todo el país así como en el rostro de quienes lo seguían en sus celulares.
Pero pese al avance de la ciencia, no podremos saber qué sintió el defensa que cometió la falta y dio paso al penal en el minuto 85 y presagiaba que el juego se empataría y los tiempos extra y quizá la tanda de penales llegaría.
¿Qué pasó por la cabeza del portero Nahuel Guzmán antes de los tres saltos que dio intentando desconcentrar al que haría el disparo? ¿Qué imagen cruzó por el segundo previo antes de ejecutar el penal a Avilés Hurtado?, y peor aún: ¿qué sensación de rayo atravesó cuando vio su disparo subir por encima del larguero y llegar a la tribuna?
Hasta allá llegaron también los sueños y esperanzas de toda una afición. Allí acabó el juego.
Pero vale la pena preguntarnos ¿qué pensó el aficionado que abandonó antes que todos el BBVA Bancomer sabiendo que ya no había ni una pizca de esperanza. Ese estadio que ha sido testigo de dos derrotas en finales de su equipo.
Las tragedias tienden a repetirse en la sultana del norte. Los uniformes pesan, las leyendas se forjan, como el astro francés André-Pierre Guignac, con el 10 al dorso de la casaca amarilla, quien sabe usar mucho mejor que otros la expresión «un chingo» cuando el reportero de cancha lo alcanza para preguntarle ¿cuánto costó la victoria?
Como si esperara una respuesta diferente. Los cuestionamientos de reporteros en la cancha después del partido deberían prohibirse por inocentes.
El futbol y los campeonatos se ganan con goles. La afición se construye a base de golpes, de buena suerte o de dolor. De empuje y coraje como este título de Tigres que es una mezcla exacta entre lo que es jugar el futbol, generar una historia y saberse dueño del balón como cuando la inocencia del niño te hacía salir a la calle a gritar a tus amigos: “Hey, vamos a jugar”. Así de mágico es el balompié.
Esa misma inocencia de niñez, de complicidad, de amigos, se reflejó al final, al momento de la entrega del trofeo, pues el equipo cedió a Damián Álvarez el privilegio de levantar el trofeo no siendo el capitán (para la estadística ese honor tocó a Anselmo Vendrechovski Júnior mejor conocido como “Juninho”), pero sí habiendo anunciado que se despediría profesionalmente de las canchas acabando la temporada. Final perfecta. Final perfecto.
Lo mejor es que hubo goles. Un partido digno de un campeón, y de quienes lo seguimos, pues como dijo Jorge Valdano: “Hay dos tipos de espectadores: aquellos que aman el fútbol y aquellos que aman la moda o el fenómeno social. Estos últimos son los peligrosos”. Los que amamos el balompié quedamos satisfechos.