Javier Carrillo
Seguramente, hasta algunos de sus más fieles aficionados, deben considerar una pérdida de tiempo mirar por televisión a un grupo de jugadores que pareciera les da igual perder o ganar.
Aburre hasta el cansancio ver un partido de Chivas por televisión. El equipo juega mal, o mejor dicho, ni siquiera juega a algo, y peor aún, los jugadores ni siquiera transmiten sangre caliente, garra, actitud o emoción en el campo. No conectan con el aficionado.
Cada juego es lo mismo, y desde hace varios años: un letargo futbolístico que dudo mucho sea capaz de levantar al más incondicional chivista de su asiento. Seguramente, hasta algunos de los más fieles aficionados del rebaño deben considerar una pérdida de tiempo mirar a un grupo de futbolístas que pareciera les da igual perder o ganar.
Y en su ingenuidad, muchos fans creen que un cambio en la dirección técnica remediaría la agonizante realidad de la institución rojiblanca, pero desde la salida de Matías Almeyda como entrenador, han pasado por el banquillo Cardozo, Tomás Boy, Luis Fernando Tena y Víctor Manuel Vucetich, algunos con buenas cartas credenciales, y con todos es lo mismo.
El diagnóstico de Chivas es que el equipo inconscientemente adoptó una cultura perdedora que incluso ya ha sido aceptada por muchos aficionados, quienes cada fin de semana se resignan con saber que posiblemente habrá una derrota, alguna actuación lastimosa, o una inesperada y circunstancial victoria.
La directiva, hace poco para remediarlo, porque si bien se hizo una inversión importante a finales del 2019 para reforzar al equipo, no basta con traer a gente con talento, sino también con compromiso, disciplina, con un perfil previamente estudiado y definido por parte de quien decide las contrataciones.
El Club Deportivo Guadalajara que alguna vez fue glorioso, ahora sucumbe ante una infernal mediocridad.