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EL MITO DEL EMPODERAMIENTO FEMENINO

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María de Jesús Alonso

Muchos son los que dicen – desde intelectuales, escritores, políticos, artistas y hasta reputadas maisons de alta costura – que este siglo XXI es el siglo de las mujeres. No sin razón, ya que en lo que llevamos de «Nuevo Milenio» estamos viviendo una redefinición y resurgimiento del feminismo. Un movimiento que no es una simple pose frívola para desarrollar tramas interesantes de ficción televisiva o una pura estrategia para captar votos por parte de políticos mediocres ni tampoco un contubernio de resentidas histéricas para acabar con el hombre. El feminismo actual es el reflejo de una necesidad creciente por construir una sociedad más justa. Y no, no se reduce a una canción de Beyoncé ni a un eslogan de Dior.

Indudablemente, los tiempos han cambiado mucho desde que las mujeres luchaban por tener un derecho al voto, pero su situación en el mundo a todos los niveles sigue siendo incómoda e inferior a la del hombre en muchos niveles. Por fortuna, estamos viviendo una época de apertura y transparencia para denunciar el maltrato o la vejación de la condición femenina en todos los ámbitos – profesional, sentimental, sexual – pero aún queda un largo camino para que la mujer ocupe en el mundo el lugar que le corresponde en plenitud con la soltura y libertad que goza el hombre.

En los últimos años se está utilizando el término empoderamiento como la palabra mágica que nos abrirá la puerta a esa nueva época soñada. Sin embargo, éste es un término ambiguo que refleja muy bien la realidad. Empoderar define la acción de hacer poderoso o fuerte a un individuo o grupo social desfavorecido. Hasta lo que sabemos, las mujeres no somos un grupo social ni étnico. Somos la mitad de la Humanidad. Y no necesitamos que nos hagan poderosas, lo que necesitamos es emanciparnos de una vez por todas de todos los lastres y obstáculos sentimentales, educativos, sociales, coercitivos que nos ha quebrado la confianza en nosotras mismas y con ella la oportunidad de ser libres en plenitud. Dejar a un lado lo que se espera que seamos y cumplir en libertad el papel que debemos desempeñar – con sus responsabilidades – en la construcción y el progreso social a todos los niveles. Por supuesto, en colaboración estrecha con los hombres, contando con ellos.

Como sabiamente apuntó Simone de Beauvoir en Le Deuxième sexe ningún hombre escribiría o se le ocurriría escribir sobre su papel en la sociedad porque su papel está ampliamente aceptado, acotado y aprehendido desde su educación en la infancia. La confianza en uno mismo no es un don dado, es el resultado de una educación y un desarrollo feliz y progresivo. Cuando en un juicio sobre una violación múltiple grabada a una mujer es ella la que tiene que probar que es víctima – más aún, probar que no disfrutó ni consintió este hecho aberrante- es que seguimos inmersos sin duda en una sociedad tóxica que sigue culpabilizando a la mujer y reduciéndola a un papel de mediocre servidora del hombre.

Nos vendieron en su día que con la llegada al mundo laboral y la consecución de una libertad económica todas esas diferencias se reducirían al mínimo, pero esto ha demostrado ser falaz en cuanto que esa libertad económica no es tal – seguimos sin estar equiparadas en salarios a nuestros compañeros masculinos – y los prejuicios educativos siguen presentes. Clichés como el hecho de que seguimos sin ser intelectualmente tan capaces, que solamente escribimos o hablamos de estos temas porque somos mujeres – como si no fuesen una realidad social palpable- o el hecho de la maternidad que dificulta la progresión profesional son sólo puntas del iceberg de lo que realmente sigue presente en el tejido social.

Partiendo de la base de que cada cual en su libre albedrío puede actuar e incluso elegir una opción de vida que guste – por ejemplo, ser mujer florero a cambio de renunciar a cualquier control sobre su vida porque la responsabilidad de dirigirla da demasiado vértigo – no se nos debe escapar el hecho de que nos estamos jugando el progreso hacia una sociedad más evolucionada y justa. Imperfecta, por supuesto, ya que es humana, pero al menos que respete dignamente el papel que juega la mitad de la humanidad en su devenir.

Un papel que ya ha dejado la trastienda: las mujeres han dejado de tejer hilos para ser protagonistas de la realidad. Y eso es algo imparable.

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