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MENTAR MADRES TE HACE BIEN

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Rafael G. Vargas Pasaye

La academia tiene la virtud de que casi cualquier tema puede mirarse desde un enfoque científico y darle un tono distinto, obviamente rebasando la inmediatez y el reflejo y pasando al debate, al aporte, al sustento.

Tal es el caso de la estudiosa Emma Byrne en su obra “Mentar madres te hace bien. La increíble ciencia del lenguaje soez”, editado el año pasado en México por editorial Paidós; en esa obra, la experta nos hace ver que “las groserías son una parte muy flexible de nuestro repertorio lingüístico. Se reinventan de generación en generación conforme los tabúes cambian. La profanidad se ha convertido incluso en parte de la manera como expresamos sentimientos positivos: sabemos que los fanáticos del futbol utilizan fuck* con la misma frecuencia cuando están felices que cuando están enojados o frustrados” (p. 11).

Y no es poca cosa cuando estamos en los albores de una crisis más, una mental como consecuencia o extensión de la de salud provocada por el covid, si lo entendemos como un problema complejo que va sí del obvio, la salud, pero que toca el económico, el social, el familiar, el de gobierno.

Bryne comenta que “Aunque decir groserías podría parecer frívolo, nos enseña mucho de cómo trabajan nuestro cerebro, nuestra mente e incluso nuestras sociedades” (p. 12). Y es allí donde vale la pena hacer una pausa y escuchar más a nuestro inmediato alrededor y percatarnos si ha habido un incremento en este tipo de conceptos. Esto es, ¿hay más mentada de madre en tu familia o en tu trabajo?

Lo cual de suyo, según la estudiosa, no tiene que se necesariamente una mala noticia, pues con ello también afloran esos tantos sentimientos que se vienen guardando de la casa, de la personalidad, de la circunstancia, incluso, de un resultado deportivo, o de la inmediatez en el tránsito o transporte.

Otro punto que analiza con agudeza Bryne es que las groserías como parte del lenguaje sufren modificaciones de acuerdo a las diferentes épocas; “Sólo necesitamos fijarnos en cómo la manera de blasfemar ha cambiado a lo largo de los últimos cien años para darnos cuenta de que, conforme algunas groserías se suavizan y pierden efecto a fuerza de utilizarlas demasiado o debido al cambio de valores culturales, buscamos alcanzar otros tabúes para llenar el hueco. Donde la blasfemia era alguna vez la verdadera obscenidad, los modernos indecibles incluyen términos racistas y sexistas como groserías. Dependiendo de tu punto d vista, esto es o un lamentable giro hacia lo políticamente correcto o un reconocimiento oportuno de que la intolerancia es fea y dañina” (p. 13).

Por ello sostiene que “Conforme nuestros valores cambian, el maldecir se reinventa constantemente a sí mismo” (p. 19); y que la aceptabilidad del lenguaje soez como un todo “aumenta y disminuye con el tiempo”.

Su propuesta es contundente: “Desplegado con habilidad, vituperar puede ser algo descarado (cheeky), gracioso, escandaloso o, de plano, ofensivo. Y cuando decimos groserías o escuchamos que alguien las usa, ocurren cosas únicas en nuestro cerebro y en nuestro cuerpo. El uso de la profanidad puede ayudarnos a soportar el dolor, disipar el estrés, unirnos con nuestros colegas e incluso ayudarnos a aprender nuevas lenguas. Es posible que sea una de las formas más antiguas de lenguaje que tenemos, dada la prontitud con la que otros primates han inventado sus propias groserías, y eso resulta chingonamente útil” (p. 25).

Vale la pena su lectura y debate.

@rvargaspasaye

www.consentidocomun.mx

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