Por EMILY ESFAHANI SMITH
Hoy en día, los estudiantes universitarios intentan desesperadamente cambiar al mundo y buena parte de ellos cree que tener una vida exitosa significa hacer algo extraordinario y que llame la atención, como convertirse en una celebridad en Instagram, crear una empresa exitosísima o acabar con la crisis humanitaria.
Por supuesto que tener aspiraciones idealistas es parte de ser joven pero, gracias a las redes sociales, el propósito y el significado se han fusionado con el glamur: tener una vida extraordinaria parece ser la norma en internet. Además, la idea de que el significado de la vida debe ser excepcional, o parecerlo, no solo es elitista sino que también está equivocada.
Durante los últimos cinco años he entrevistado a decenas de personas en todo el país acerca de lo que le da significado a su vida y he leído miles de páginas de libros de psicología, filosofía y neurociencia para poder comprender qué es lo que le proporciona satisfacción a las personas.
He aprendido que las vidas con más significado no siempre son las más extraordinarias; lo son las vidas normales que se viven con dignidad.
Quizá no haya una mejor descripción de esta sabiduría que la que aparece en Middlemarch: un estudio de la vida en provincias, de George Eliot, un libro que considero que todo universitario debería leer. Las setecientas y tantas páginas de la obra requieren de devoción y disciplina, y básicamente de eso se trata. Terminar este libro es difícil y exige esfuerzo, al igual que tener una vida plena. La heroína de la novela es Dorothea Brooke, una dama joven y adinerada que vive en un pueblo inglés.
Dorothea tiene un temperamento vehemente y ansía lograr un cambio en el mundo con su actividad filantrópica. El héroe de la historia, Tertius Lydgate, es un joven médico ambicioso que desea realizar importantes descubrimientos científicos. Ambos anhelan tener vidas gloriosas.
Sin embargo, Dorothea y Tertius terminan en matrimonios desastrosos: ella se casa con el vicario Casaubon y él con la belleza del pueblo, Rosamond. Los sueños de ambos se desvanecen lentamente.
Rosamond, quien resulta ser vana y superficial, quiere que Tertius se dedique a tener una carrera lo suficientemente lucrativa para cumplir sus gustos sibaritas y, al final de la novela, él accede y abandona su misión científica para convertirse en el médico de los ricos. Aunque en términos convencionales tuvo una vida “exitosa”, muere a los 50 años considerándose un fracasado por no haber seguido su plan de vida original.
En cuanto a Dorothea, luego de la muerte del reverendo Casaubon, se casa con su amor verdadero, Will Ladislaw, pero sigue sin cumplir sus más grandes ambiciones. En primera instancia parece que ella también ha desperdiciado su potencial. La tragedia de Tertius es que jamás concilia su tediosa realidad consigo mismo. El triunfo de Dorothea es que ella sí lo hace. Hacia el final de la obra se adapta a la vida de madre y esposa para convertirse, en palabras de Eliot, en la “fundadora de la nada”.
El lector podría considerar que es una decepción pero para ella no lo es. Dorothea se vuelca en su papel de madre y esposa con una “actitud caritativa que no dudó en descubrir y adoptar para su vida”.
Un día, al mirar por la ventana, observa a una familia andando camino abajo y se da cuenta de que ella también es “parte de aquella vida involuntaria, palpitante, y que no podía contemplarla desde su lujoso refugio como una simple espectadora ni ocultar la mirada en sus egoístas lamentos”. En otras palabras, comienza a vivir el momento. En lugar de abandonarse al dolor de los sueños incumplidos, acepta su nueva vida y ayuda a los demás en la medida de sus posibilidades.
Lo último que Eliot escribe sobre Dorothea es: “Su naturaleza entera, como el río que Ciro domó, se consumió en canales con nombres sencillos en este mundo. Pero el efecto que tenía sobre quienes la rodeaban se propagaba de forma incalculable pues la creciente bondad en el mundo depende, en parte, de hechos no históricos; y las cosas no están tan mal contigo ni conmigo como pudieron haberlo estado, y eso se debe en parte a las personas que vivieron fielmente una vida reservada, y que hoy descansan en tumbas que nadie visita”.
Este es uno de los pasajes más bellos de la literatura y encierra el concepto de lo que es una vida con significado: conectarse y contribuir con algo más allá de uno mismo sin importar la forma que esto adopte.
Muchos jóvenes adultos no alcanzarán las metas idealistas que se proponen. No se convertirán en el próximo Mark Zuckerberg. Su obituario no aparecerá en diarios como este, pero eso no significa que su vida carecerá de propósito y valor. Todos tenemos un círculo de personas en cuyas vidas podemos influir y ayudar a mejorar, y es ahí donde podemos encontrar nuestro propósito.
El reciente campo de la psicología dedicado a la investigación y el estudio del “significado de la vida” confirma la sabiduría presente en la novela de Eliot: el sentido de la existencia no se encuentra en el éxito y el glamur, sino en lo mundano. Una investigación demostró que los adolescentes que ayudaban con los quehaceres del hogar tenían un sentido del propósito más fuerte. Los investigadores creen que se debe a que los jóvenes sienten que así contribuyen con algo más grande que es su familia.
Otro estudio demostró que animar a un amigo creaba cierto significado en la vida de un adulto joven. Quienes ven sus ocupaciones como una oportunidad de servir a su comunidad más cercana tienen la percepción de que su trabajo es más significativo, sin importar que se trate de un contador que ayuda a su cliente o del trabajador de una fábrica que alimenta a su familia con su salario.
Ahora que los estudiantes vuelven a la escuela deberían reflexionar sobre lo siguiente: no es necesario que cambies al mundo ni que descubras un propósito único para tener una vida con significado. Una buena vida es una existencia llena de bondad y eso es algo a lo que todos podemos aspirar, independientemente de nuestros sueños o circunstancias.
Publicado originalmente en The New York Times