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EL DISCURSO DEL DÍA DEL CLIMA DEL AÑO 2159

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Philip Kitcher y Evelyn Fox Keller

Las estaciones están cambiando, o eso parece. La gente percibe alteraciones que, en cierto modo, predicen el futuro del ser humano. Y se pregunta: ¿qué clase de males engendrarán esos cambios? Sequías prolongadas, conflictos, hostilidad, aumento de la temperatura, nuevas enfermedades o mutaciones de patógenos son algunas de las complicaciones que trae consigo el calentamiento global. ¿Continuará esta tendencia? Philip Kitcher y Evelyn Fox Keller lo plantean en ‘Y vimos cambiar las estaciones: cómo afrontar el cambio climático en seis escenas’ (Errata Naturae), donde se incluye este (ficticio) discurso del Día del Clima en el año 2159 para una humanidad casi extinguida.

Nos hemos reunido hoy, en el Día del Clima, para recordar y para llorar. Desde hace ya varias décadas, este día es para nosotros una ocasión de reflexionar sobre los desastres del siglo pasado y las desgracias que tantos han sufrido. Conmemoramos a los miles de millones de personas cuyas vidas estuvieron llenas de agotadoras adversidades y que murieron de forma prematura e innecesaria. Por muchas veces que señalemos este día, por muchas palabras que se pronuncien para rememorar el pasado, nuestro recuerdo siempre se quedará corto. Jamás conseguiremos vaciar este profundo pozo de sufrimiento.

Todos ustedes conocen ya la trágica historia. Recuerdan la locura, el egoísmo, la negligencia y la irresponsabilidad que dominaron la política mundial a finales del siglo XX y principios del XXI. La ausencia de medidas para limitar el cambio climático puso en grave peligro el futuro de la humanidad. Así pues, al mismo tiempo que recordamos y lloramos, también debemos reprobar. Ningún calificativo moral resulta demasiado severo para condenar a los líderes mundiales, y a los ciudadanos que los avalaron. Todos ellos se negaron a escuchar lo que sus asesores científicos les advertían de manera repetida e insistente.

Nosotros, los supervivientes, hemos sido tremendamente afortunados. Con humildad, y con una sincera compasión hacia esa inmensa mayoría que fue aniquilada, damos las gracias por que nuestra especie siga existiendo, pues habría sido muy fácil que las cosas sucedieran de otro modo. Por una de las grandes ironías de la historia, lo que permitió que la humanidad perviviera fue el mismo tipo de catástrofe prevista por los científicos y activistas del cambio climático, que llevaron a cabo una campaña muy valiente (y de escasísimo éxito) durante las Décadas de la Negación.

Después de que se incumplieran los objetivos, del todo insuficientes, que habían acordado de manera temporal las naciones del mundo, las Guerras del Agua de las décadas de 2060 y 2070 estallaron casi simultáneamente en distintas regiones. Surgieron en la zona antes conocida como Oriente Próximo, en lo que se llamaba México y, para sorpresa de todos, en ese continente antes pacífico que seguimos llamando Australia. Conforme se secaban los ríos y lagos, los grupos vecinos competían por las pocas fuentes de agua que quedaban y acababan enfrentándose por ellas. Las facciones en contienda estaban unidas por vínculos de alianza o amistad a pueblos de muchos otros países. El conflicto no tardó en extenderse al resto del planeta y, en 2072, la guerra ya se había propagado a todos los continentes.

Fue una cuestión de tiempo que uno de los combatientes, ante una inminente derrota, tomara la decisión desesperada de usar armas nucleares. Comenzó entonces una serie de intercambios nucleares cuyo origen se sitúa en Asia en el año 2079. Como casi todas las ojivas nucleares utilizadas fueron los misiles, relativamente primitivos, desarrollados por la antigua Corea del Norte y el antiguo Pakistán, la destrucción no fue ni de lejos todo lo grande que podría haber sido si en esa espantosa decisión se hubiera recurrido a los arsenales de las superpotencias.

Aun así, fue suficiente para devolver la sensatez al mundo. La Paz de El Cairo, ratificada a principios de 2080, incluyó en su tratado planes para reasentar a la gente en nuevas patrias. La población humana se dividió en grupos de aliados, y a cada uno de ellos se le asignó un territorio distinto, bien alejado del de sus más acérrimos adversarios. Para entonces, por supuesto, gran parte de África era ya inhabitable, al igual que enormes zonas de Asia y de la América del Sur tropical. La Gran Migración dio pues comienzo en 2081, cuando los grupos se reunieron para partir hacia los nuevos territorios que se les habían asignado (todos ellos, claro está, en regiones cercanas a los polos).

No tenemos una imagen clara de lo que siguió. Nuestros médicos no han sido capaces de averiguar el origen exacto de la Gran Pandemia. Muy probablemente, la nueva enfermedad surgió en una de las poblaciones de aves que aún se criaban para el consumo humano. A pesar de las repetidas advertencias de las autoridades sanitarias, la costumbre de criar aves de corral y comerlas subsistía en muchas regiones del mundo. El contagio del virus presente en las aves a los seres humanos –algo que ya había ocurrido antes, aunque a menor escala– fue, casi con total seguridad, la causa de la pandemia que a punto estuvo de asolar nuestra especie.

Aunque esta terrible mortandad no pudo ser el resultado de una única enfermedad. Tal vez se produjeran cambios genéticos diversos, mutaciones en distintas poblaciones aviares, incluso en diferentes especies, que permitieron que ciertos virus antes limitados a éstas dieran el salto a huéspedes humanos. No obstante, hay algo de lo que podemos estar seguros: una o varias infecciones se propagaron con enorme rapidez por casi todos los grupos de migrantes.

Los años de guerra habían pasado factura. Muchos de quienes iban viajando hacia sus nuevos países estaban ya debilitados y muy indefensos frente al contagio. En algunas partes del mundo, la comida, el agua y el cobijo escaseaban desde hacía ya tiempo. Los pocos diarios que nos han llegado hablan de una desaparición casi total de la higiene. También sabemos que muchas de las rutas que siguieron los migrantes les llevaron a atravesar tierras devastadas por las explosiones nucleares. Nuestros médicos consideran hoy probable que muchos virus mutantes surgieran tras aquellas explosiones y que alguno de ellos (o varios) infectara a los migrantes mientras buscaban algo con lo que alimentarse en las zonas asoladas.

La Gran Pandemia casi extinguió a la humanidad. Sobrevivió mucho menos del 1% de la población. No estamos seguros de cómo evitaron la enfermedad quienes lo lograron (entre ellos,, nuestros propios antepasados). Tal vez procedían de las pocas regiones en las que aún se disponía de fuentes fiables de comida y agua. Quizá, al estar mejor alimentados que los demás, pudieron escapar al contagio. O, lo que parece aún probable, las rutas señaladas debieron separar a los dos grupos supervivientes del resto de los viajeros muy al comienzo de su trayecto. Tras la aparición de la nueva enfermedad, los afortunados no se cruzaron nunca con ninguna persona perteneciente a una población infectada. De esta forma, consiguieron llegar hasta nuestra patria, aquí, a lo que antes se conocía como norte de Canadá. Unos pocos más, como ustedes ya saben, siguieron una ruta distinta. En este día, los lapones, descendientes del otro grupo de supervivientes, también están celebrando una ceremonia de recuerdo.

Y ahora las dos poblaciones humanas de nuestro siglo volvemos la vista atrás hacia esa historia catastrófica con una mezcla de tristeza, rabia y humilde agradecimiento. No cabe duda de que debemos llorar a los miles de millones de personas que murieron en la Gran Pandemia. No cabe duda de que debemos condenar a quienes se peleaban entre sí mientras el planeta se consumía: aquellos cuya despreocupada indiferencia dio pie a las condiciones en las que murieron casi todos los seres humanos. Pero también hemos de reconocer una trágica verdad: sin aquella terrible enfermedad, sin la monstruosa reducción de la población de la humanidad que conllevó, es seguro que nuestra especie se habría extinguido. Porque la paz que se firmó en El Cairo habría acabado desmoronándose inevitablemente. Al ir creciendo las poblaciones, se habría producido otro episodio de guerra nuclear lo bastante potente para borrar al resto de la población de la faz de la Tierra. El futuro de la humanidad dependía de que fuéramos muchos menos. Tuvimos que coquetear con la extinción para poder sobrevivir.

Los supervivientes aprendieron unas lecciones muy difíciles que han ido transmitiéndonos de generación en generación. Debido a la despreocupación de aquellos que vivieron en las Décadas de la Negación, solo quedaron dos grandes zonas del planeta aptas para la vida humana. Quienes se abrieron paso hasta aquí eran lo bastante poco numerosos para prosperar en su nuevo hogar. Sabiendo lo que había pasado, decidieron no expandirse nunca más allá de los límites del territorio al que habían llegado. Hicieron la promesa que hoy nuestros niños repiten todos los días al comienzo de la jornada escolar: «somos guardianes de esta tierra, la custodiamos para quienes vendrán después de nosotros».

Aquella trágica criba, la Gran Pandemia, tuvo como consecuencia un desastre de una magnitud inconcebible, pero también nos enseñó algo que nos hacía verdadera falta. Nuestras vidas son más sencillas y, en ciertos aspectos, más limitadas que las de la gente que jugó con el futuro de la humanidad en nuestro planeta. Sin duda, hemos perdido muchas cosas de aquel mundo humano anterior. A la sombra de su enorme sufrimiento, eso sí, hemos aprendido una importante lección: conservar lo que resulta más importante, más valioso, de la vida humana, incluso aunque, para ello, debamos renunciar a otras cosas. Entender esto es la clave de la supervivencia.

Y ahora bajemos la cabeza unos minutos y recordemos a los miles de millones de personas cuya muerte, cuyo sacrificio involuntario e inmerecido, permitió que la humanidad siguiera existiendo.

Texto original en www.ethic.es

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