Luis Rubén Maldonado Alvídrez
Estas líneas las ocupo para analizar la comunicación política de mi entorno inmediato, México y el mundo. En esta ocasión, me tomo la dispensa de hacerlo y abordar un tema de índole personalísima.
¡Qué difícil es despedirse!
Quizás es uno de los actos más complejos a los que nos enfrentamos como personas: decir adiós a alguien por un breve tiempo, es difícil; hacerlo para siempre se transforma en una acción que queremos evitar a toda costa, pero tarde o temprano, tenemos que enfrentarnos a lo inevitable: decir adiós para siempre, con la esperanza de, algún día, reencontrarnos en la eternidad.
Y cuando hay que enfrentarse a desprendernos de una persona que amamos, viene una crisis emocional. Esa, que pretendemos evitar desde que nacemos.
Así me pasó hace unos días: tener que despedirme de una mujer a la que amé con toda el alma y corazón y de quien recibí lo más valioso que tenía: gran parte de su tiempo y su constante amor y cariño: mi abuela Margarita Díaz García viuda de Alvídrez.
Madre de mi madre Margarita y de mis tías Pata y Ana Luz, así como de Ramiro y Luis Fernando, dejó este plano terrenal el pasado martes 8 de octubre a sus casi 94 años. Como me dijo mi gran amigo y médico chihuahuense internacional, Jesús Manuel Sáenz Terrazas: no importa la edad, nunca deja de doler.
¿Cómo despedirse correctamente de mi abuela?
Pensaba tantas maneras, pero ninguna parecía ser, más allá de correcta, recíproca, desde mi punto de vista: me dio tanto que creo no hay palabras para empatar su generosidad, tiempo y amor profesado desde que nací.
Lo adecuado, según yo, es comenzar con agradecer. Y así, fui a dar con el fabuloso discurso de Octavio Paz cuando recibió el premio Nobel de Literatura el 10 de diciembre de 1990.
Comenzaba Paz: “comienzo con una palabra que todos los hombres, desde que el hombre es hombre, han proferido: gracias. Es una palabra que tiene equivalentes en todas las lenguas. Y en todas es rica la gama de significados. En las lenguas romances va de lo espiritual a lo físico, de la gracia que concede Dios a los hombres para salvarlos del error y la muerte a la gracia corporal de la muchacha que baila o a la del felino que salta en la maleza. Gracia es perdón, indulto, favor, beneficio, nombre, inspiración, felicidad en el estilo de hablar o de pintar, ademán que revela las buenas maneras y, en fin, acto que expresa bondad de alma. La gracia es gratuita, es un don; aquel que lo recibe, el agraciado, si no es un mal nacido, lo agradece: da las gracias”.
Y por más sencillo que parezca, muchas personas omiten dar las gracias. Yo quiero hacerlo hoy, a través de estas líneas, a mi abuela Margarita (cariñosamente bautizada por mi hermana Gaye como “Maggi”), porque si en algo se esforzó con sus hijos e hijas, nietos y nietas fue en sembrar bondad en nuestras almas.
Mi abuela Margarita fue la mayor de sus hermanos y fue la última en dejar este mundo terrenal. Fuerte y de carácter duro, fue siempre una mujer empoderada y fiel a sus convicciones y orgullosa de su esposo, por lo que, aún cuando mi abuelo Ramiro Alvídrez Frías, había muerto, nunca dejó de usar su apellido.
En palabras de mi madre Margarita Alvídres Díaz: “Mi mamá fue la hija que perdió a sus padres a muy temprana edad, la hermana de tres pequeños que tuvo que cubrir el papel de mamá; la sobrina y prima incluyente que disfrutó de sus años de juventud. La joven esposa que tuvo que adaptarse a un estilo de vida diferente y que esa circunstancia dio pie para ser la hélice que empujó a una vida exitosa a su joven y diligente esposo. La nuera y cuñada; la mamá gallina de cinco personas, a quienes abrazó siempre con sus amplias alas, pero también con el pico largo para enseñarnos a ser seres humanos responsables, congruentes, consistentes y leales”.
Continúo con las palabras de mi mamá: “la suegra que amplió su corazón para acoger con cariño a los nuevos miembros de la familia. Y brilló, en uno de sus mejores roles: el de abuela y bisabuela que llenó sus días de madurez con las risas, ocurrencias, lágrimas, raspones, consejos, metas cumplidas y por cumplir de sus doce nietos y siete bisnietos”.
Y en esta etapa me detengo. Pues, es de la que puedo dar un testimonio total: de la mano de mi abuela Margarita y de mi abuelo Ramiro, es que aprendí a amar a esta ciudad y este estado. Con ellos, conocí cada rincón posible de esta gran señora del desierto que es la capital del estado: desde Ojinaga, Madera, Bachíniva, Valle de Allende, Parral, Jiménez, Valle del Rosario, Delicias y muchos otros rincones de la enorme geografía del Chihuahua que adoptó a mi abuela, desde que llegó de El Oro, Durango; localidad que la vio nacer hace casi 94 años.
Terminada la pausa, continúo con las palabras de mi madre: “nosotros sus hijos, que ahora somos padres, siempre nos preguntamos cómo sortearon ella y mi papá, la perdida de Rossana, su tercera hija fallecida a los tres meses (un 24 de diciembre, por eso no le gustaba la navidad) y nunca lo externaron. Pero, si sabemos que fue el amor que tenían entre ellos y la presencia de dos hijos más, que los hizo retomar el camino que siguieron. Y mi mamá se encargó, de hacer de cada una de las casas en que vivimos, un hogar cálido; el lugar donde siempre había movimiento de amigos de todos y todas; donde la tarea de la escuela era prioridad, pero también las reuniones académicas o sociales siempre tuvieron espacio. Donde cada cosa tenía su lugar y no debíamos romper las reglas de colocar libros, ropa, chamarras y demás artículos en su lugar y de comernos todo sin discusión”.
A pesar de que mi abuela perteneció a una generación de mujeres que fueron educadas para estar y ocuparse de la casa, fue emprendedora.
Cuando era niño, para mí, la navidad comenzaba con el célebre bazar navideño del DIF, en el que la acompañábamos. Y nosotros, disfrutábamos de correr y pasear por los pasillos viendo todos los artículos navideños, probando comida, galleta, postres y refrescos. Ahí, mi abuela dio sus primeros pasos con el equipo que lideró en el bazar de navidad del DIF.
Luego, con mi mamá, comenzaron la aventura de abrir las puertas de “La casa del jardín”, famoso salón de piñatas que se ubicó en la calle Indiana, justo atrás de la que era un enorme terreno baldío, que a la postre se convirtió en sede de un súper mercado y de la cafetería de los tecolotes. También tuvo su tienda de ropa y una desarrolladora de bienes raíces.
Mi mamá insiste que fue una mujer multifacética: “pero siempre en perfecta comunión de ideas y acciones con mi papá. Así fue pilar para él, cuando junto con sus hermanos en su primer año de casados, crearon la empresa familiar, o el mánager de Ana Luz en sus eternos años de danza folclórica o en los Boy Scouts con Luis y Ramiro por muchos años”.
Mi abuela estaba hecha de una madera fuerte y resistente: nos dio dos sustos enormes, a causa de los infartos sufridos y sobrevividos, después de la muerte de mi abuelo Ramiro. Puedo decirles que disfruté mucho tiempo con ella y de pláticas interminables, de consejos y de comer sus deliciosas entomatadas que las hacía cuando se las pedía.
Viajé con ella, además de por todo el estado y también a Disneylandia; disfruté mucho caminar por París, Brujas, Roma, Nápoles, Pompeya, Venecia y la Ciudad de México con ella y con mi abuelo, así como cada domingo en la Ciudad Deportiva y el Panteón de Dolores de la ciudad de Chihuahua. Y así como recibimos el año nuevo en Venecia, igual disfrutaba una orden de taquitos de papa de Los Paraditos Brass y una cerveza. Suscribo lo que dice mi mamá: era multifacética.
Soy orgulloso nieto de Margarita Díaz García y desde este espacio, quiero darle las gracias por todo lo que me dio en vida y que sepa que instantáneamente comenzamos todos y todas a extrañarla.
Vuela alto, abue.
ESPRESSO COMPOL
Y cierro con otro fragmento del estupendo discurso de Octavio Paz al recibir el Nobel de literatura en 1990: “También la muerte es un fruto del presente. No podemos rechazarla: es parte de la vida. Vivir bien exige morir bien. Tenemos que aprender a mirar de frente a la muerte.”