Jordan Vladimir Tello Ibarra*
Por la calle Country Club de Tepic desfilan habitualmente mujeres cargando bolsas de plástico en empaques transparentes, van caminando como si se dirigieran rumbo al cerro de San Juan. Avanzan paso a paso bajo el sol, pues el transporte público no traza su ruta por esos lares, es una zona aparentemente de ricos, banquetas al ras de amplias cocheras, oficinas de gobierno y restaurantes. Al final de la calle se detienen y giran hacia la izquierda, hay altos muros blancos coronados por mallas ciclónicas, ese es el destino de su andar: visitar la cárcel de mujeres.
Quienes van a la visita semanal se sientan a esperar entre cámaras, policías y un ambiente de silencio y obediencia. En sus manos portan una identificación oficial y la comida aun caliente en espera para ser inspeccionada. El protocolo es cansado, pero solo tienen en mente la aprobación de oficiales para atravesar los muros de la cárcel llamada “La Esperanza”.
En esa lugar el día comienza para las mujeres a las 6 de la mañana con el pase de lista, la guardia grita el apellido y cada una responde con su nombre. Así se corrobora la presencia de las más de 110 mujeres privadas de su libertad. Aunque es desgastante seguir la rutina, quienes tienen visita esperan con ansias la llegada de sus familias, para probar otros sabores, respirar otros olores y escuchar las voces que les hacen olvidar por un momento la monotonía de sus días.
En la cárcel, la separación de las mujeres se hace por su condición jurídica “sentenciadas” o “procesadas” (en espera de sentencia), pero la verdadera división se da entre quienes reciben visitas y las que viven en un abandono prolongado. Los días lunes, miércoles y viernes son los días de visitas para las mujeres sentenciadas; los martes, jueves y sábados para las mujeres procesadas.
El día de visita les motiva a embellecer sus rostros con maquillaje, peinar su cabello y desde muy temprano preparan o piden prestado su mejor atuendo. Para ellas es importante no mostrarse débiles o decaídas ante sus familias. Se disfrazan de libertad y compran algún regalo para no recibir a sus hijos con las manos vacías: un juguete o un chocolate, no importa endeudarse a cambio de una sonrisa.
Las sombras bajo los árboles poco a poco se llenan de mesas con comidas, refrescos y risas, otras prefieren ser anfitrionas en las blancas mesas del largo comedor. En ese encuentro hay abrazos esperados, a veces lágrimas y palabras sinceras cargadas de agradecimiento. Quienes no tienen la fortuna de recibir visita, se aferran al cable de la caseta del teléfono o pasan el día tejiendo artesanía de chaquira. En Nayarit, más del 50% de las mujeres privadas de su libertad viven en abandono, para corroborar esa información basta con revisar las bitácoras que registran los ingresos.
Aunque las cárceles gastan millones de pesos anualmente en su operatividad, el costo de la vida en prisión es alto y cada mujer debe costear el pago de insumos de higiene, como toallas femeninas, jabón y pasta dental; gastan su dinero para pagar alimentos de mejor calidad cuando no son suficientes los gratuitos para vencer su hambre. Las que cuentan con redes de apoyo al exterior generalmente reciben ropa, dinero, medicinas y el soporte emocional que contrarresta el estigma de vivir privada de la libertad.
A la 1:30 de la tarde la visita ya se ha marchado. El silencio regresa a los pasillos y la ropa ya seca es descolgada de los tendederos. Después de formarse para la comida, es el momento del segundo pase de lista. Las mujeres regresan a sus dormitorios bajo la custodia de un candado. Le llaman la hora del encerrón.
Cuando no hay visita, tejer chaquira es parte de la rutina. Tejen en su cama, en el comedor y en las aulas. La artesanía se vende y se convierte en una fuente de autoempleo para ellas. La mayoría proviene de entornos de trabajo precarizado, mal pagado y sin prestaciones de ley. La Esperanza se habita por quienes fueron principalmente amas de casas, empleadas, jornaleras, maestras o bailarinas. En su mayoría son mujeres que nacieron en la pobreza y que difícilmente podrían salir de ella, prevalecen mujeres que fueron madres antes de los 20 años, con escasa escolaridad y abandono de sus estudios, detenidas en su juventud, gran parte de ellas con experiencias de consumo de drogas y con alguna vivencia de violencia como víctimas directas. La Esperanza es el reflejo de las tantas negligencias en las políticas sociales.
A las 4 de la tarde se abren las puertas para salir al patio. Entre el humo del cigarro, los murmullos, carcajadas y el sonido de la música en la radio se va apagando poco a poco la luz del sol que indica la hora de la cena y después regresan a sus dormitorios para ver la novela. Antes de dormir se repite el pase de lista y se vuelve a sellar la puerta con una cadena y un candado. Tres veces en el día han escuchado su apellido y repetido su nombre, como un eco cotidiano que les recuerda su herencia, su identidad y su legado.
Para el gobierno la justicia es sinónimo de cautiverio. El código penal establece diferentes medidas cautelares, pero la prisión es siempre protagonista por la ilusoria ecuación de “entre más encarcelados más seguro es el Estado”. La prisión castiga personas, pero termina sentenciando a las familias que estadísticamente en su mayoría son las más vulnerables y excluidas, un claro ejemplo de las políticas regresivas.
Por la calle Country Club en la capital de Nayarit, hay una ruta a “La Esperanza”, pocas personas la conocen porque frente a un conflicto penal es más oportuno el atajo del dinero. En esta entidad la justicia cuesta, la esperanza en cambio, es para todas ellas.
*Doctorante en Ciencias Sociales por la UAN.
Foto: Jordán Vladmir Tello Ibarra, tomada en el CERESOFE La Esperanza, el 10 de febrero 2021