Rafael Luquín López
Una de las figuras más interesantes de la Sagrada Escritura son los profetas. Y cuando nos acercamos al apasionante mundo de los estudios bíblicos, descubrimos que los profetas no son adivinos que predicen el futuro como quien tiene “una bola de cristal”.
Los profetas son hombres y mujeres de fe, quienes llenos del Espíritu de Dios son capaces de anunciar a sus hermanos el mensaje divino. Sin embargo, este mensaje no siempre va dicho solo con palabras, los profetas más que con palabras, hablan siempre a través de signos: signos en su propia vida e historia, signos que se ven en los hechos que ellos realizan, signos que dicen tanto, signos que consuelan y signos que denuncian: ¡esos son los signos proféticos!
Hace doce años comenzó el pontificado del Papa Francisco, quien desde el inicio nos enseñó que su ministerio sería sin duda profético. Pues, aunque para algunos era un pontificado que dejaba protocolos o rompía esquemas, en realidad estábamos presenciando los signos con los que un profeta nos dirigía un mensaje, y de fondo sabemos –como en la Biblia–, esos son los signos con los cuales Dios le habla a su pueblo.
Jorge Mario Bergoglio, eligió un nombre que nos recordara la sencillez y la pobreza, el nombre de un santo que, con su sola vida, supo ser también un signo profético para la Iglesia: Francisco. Además, lo vimos siempre sencillo y sin todas las vestimentas pontificias como estábamos acostumbrados; incluso, dicho sea de paso, hace apenas algunos días lo vimos en silla de ruedas y sin la sotana blanca, visitando la Basílica de San Pedro para rezar.
Sus mensajes y enseñanzas siempre nos invitaron a mirar al prójimo, a volver al núcleo y esencia del Evangelio, a la alegría que de ahí dimana, pero también a la justicia y al cuidado de la creación. Hablando siempre con fuerza, con valentía, sin miedo y con claridad, como los profetas.
Ante el mal en el mundo, supo siempre invitar a la reconciliación y promover la paz, cercano a Ucrania, a Gaza, o incluso besando los pies de los líderes rivales de Sudán del Sur para pedirles el cese de la violencia y que abrazaran la paz. Pero mirando también los errores al interior de la Iglesia, con vergüenza pidió perdón por los abusos de muchos clérigos y con firmeza implementó reformas y medidas.
Cercano siempre con todos; en sus gestos y expresiones a nadie excluía y a nadie condenaba, mostrándonos así el rostro amoroso de Dios para con todos. Reflejo de ello fue incluso el Año Jubilar Extraordinario, para recordarnos que la misericordia de Dios nunca se acaba.
Como padre cercano a sus hijos, especialmente en la enfermedad, así se comportó Francisco con el mundo entero, a quien bendijo en la Plaza de San Pedro vacía, en medio de la incertidumbre del COVID. Posicionó a las mujeres en lugares nunca vistos en las estructuras de gobierno de la Iglesia, animó a los jóvenes a hacer lío, y nos recordaba que prefería que en la Iglesia nos equivocáramos estando en salida y no que nos paralizáramos y nos encerráramos por el miedo a fallar.
Y al final, terminó su pontificado con otro signo profético grandísimo, que como en la Escritura, solo supimos contemplarlo hasta después de que sucediera: concluyó donde inició, como un círculo perfecto, en la Plaza de San Pedro. Doce años atrás ahí lo vimos aparecer y nos saludó vestido de blanco, y antes de bendecirnos, pidió al pueblo que en silencio oráramos por él. El domingo, en su último momento público, después de bendecirnos y cuando el silencio ahora era suyo porque le faltaban las palabras, dijo mucho más bajando a la plaza para abrazar y despedirse del pueblo al que sirvió y amó. Algunas horas después, recién iniciada la Pascua, él mismo vivió su propia pascua, sencillo y casi sin avisar, en el Jubileo de la Esperanza se fue a contemplar al Resucitado, la esperanza de los cristianos.
En la vida diaria, pero sobre todo en la vida de fe, uno mismo descubre que hay signos y coincidencias tan grandes y precisas que no se pueden planear y que sin duda vienen de Dios. El pontificado de Francisco, lleno de todos estos signos proféticos, nos revelan que fue sin duda el profeta con el que en estos doce años (número también simbólico) Dios habló, enseñó y guio a su pueblo.
Roma, Italia