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MEXICANOS SIN MEXICANIDAD

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Comunicación para el Bienestar

De qué hablamos cuando nos referimos a la historia, en qué lugar la colocamos, en el pasado o en el presente. Es pertinente señalar que el hombre construye la historia para forjarse a sí mismo y no es la historia la que voltea al hombre para descubrir su sentido. O bien, de manera más clara, como lo señala Marx, que la historia solo se puede construir si comprendemos la relación del hombre con los modos y relaciones de producción existentes en cada época.

En este sentido, la mexicanidad, más allá de los mitos, que no son más que momentos anecdóticos puestos a disposición de las estructuras de poder y utilizados, la mayoría de ellos, para garantizar la preservación de esos modos de producción, tendría que abordarse a partir de la manera en la que esa construcción simbólico-histórica llamada México ha tomado forma en el tiempo.

La idea tradicional de la historia cae en un error de percepción al pensarse como una evolución lineal con formas dinámicas progresivas que habrán de llevar a los pueblos a estadios más desarrollados. Darnos a la tarea de buscar la mexicanidad desde esta concepción de la historia nos haría situarla en el contexto de la arqueología y tendría que iniciar con el análisis de las civilizaciones madre como la Olmeca, retrocediendo poco más de 4 mil años en el tiempo.

La ilusión que nos vende la historia como proceso lineal y ascendente es que en cada “etapa histórica” ocurren cambios profundos cuando la realidad es que, en la estructura, todo permanece igual. Esta postura trata de imponernos una concepción de la mexicanidad que se empeñan en construir desde antes de que México existiera, ignorando las formas de producción.

Por ejemplo, cuando estudiamos el Imperio Azteca (que no eran mexicanos) estamos obligados a hablar de sus formas productivas, entre las que se tendrían que contar la dominación tributaria que, además, determinaba las formas sociales de relación. Posteriormente, la llegada de los españoles (que tampoco eran españoles), se tendría que abordar no solo desde el “choque cultural”, sino de los modos de producción que implantaron en la Nueva España, es decir, el sistema de encomiendas que en pocos años se convirtió en la hacienda, pero que en ningún momento eliminó el modo de dominación tributaria que se practicaba en Mesoamérica y en la estructura feudal del reino europeo.

El sistema hacendario como forma productiva generó vínculos de relación laboral que a su vez moldearon la forma social de comprender la nueva realidad, no histórica (la historia tampoco existía), sino económica del “nuevo mundo”, colocando a cada quien en el lugar que le correspondía de acuerdo con su función en la cadena productiva y que determinaba las formas culturales de relacionarse con el otro y con su entorno.

El modelo hacendario no solo no cambió luego de la Independencia, sino que se fortaleció y se encumbró como el modo productivo mexicano por excelencia (México se fundó con la Independencia), porque no se trataba de una revolución en la concepción marxista, es decir, no fue una lucha para destruir la estructura era más bien una disputa sobre quién debería ejercer el poder político, para ello se necesitaba la idea de un nuevo Estado Nación, el nacimiento de la mexicanidad como instrumento político y nada más.

Esta “mexicanidad” fue encontrando legitimación en elementos simbólicos como el Himno Nacional o la celebración del 15 o 16 de septiembre (esto también es un mito porfirista) de la gran fiesta nacional, el inicio de la guerra de Independencia.

No tocaremos aquí la llamada “Revolución Mexicana” (o la segunda reforma) porque es un tema que habrá de abordarse en honor a la fecha de su debida festividad cultural, pero baste por ahora con decir que luego de esta reforma tampoco hubo un cambio en el modo productivo, lo que sí hubo fue una avalancha de creaciones artísticas encaminadas (por encargo político) a fortalecer la idea de lo que debía ser México y el mexicano.

Mexicanidad, forjada en el tiempo y exacerbada ahí mismo. Como Álvaro Obregón que, en el festejo del centenario de la consumación de la independencia declaró a la tortilla, el pulque y el mole como la comida oficialmente tradicional mexicana. Después Lázaro Cárdenas en un intento más serio por corporativizar el país e implantarnos la identidad mexicanidad, encontró en las artes la herramienta ideal para materializar el discurso político-institucional de la idea caudillista de la Revolución Mexicana.

Narrativas del cine mexicano que romantizan al México profundo, el de la hacienda. Mundo de caporales, peones y patrones; buenos y malos. El rancho grande (que en verdad era grande pues existían haciendas del tamaño de un estado, con su propio sistema educativo, cultural y judicial) como escenario en el que se asoma y construye algo de lo que encarna el verdadero sentido de la mexicanidad. Guadalajara en un llano, México en una laguna y el país sobre una hacienda inmensa donde se forja un Estado Nación donde el tiempo no pasa.

Buscar la mexicanidad en la comida, las artes, la forma de ser del mexicano, nuestras tradiciones sin considerar la estructura productiva son intentos áridos de analizar la identidad a partir de lo anecdótico, de lo superficial. Acercarse a conocer lo que significa ser mexicano tendría que constituirse entonces en un esfuerzo por aceptar, reconocer y asumir estas dinámicas que operan en la vida cotidiana, normalizadas, habituales; clasismo, separación y paternalismo, prácticas añejas que siguen pidiendo y rindiendo tributo a la menor provocación. Pozole vegano que hoy comemos en la Casa de Toño, pero en la época prehispánica los “toños” eran devorados con maíz nixtamalizado.

Mexicanidad instalada en la sutileza del vivir día a día, historia que no es pasado sino presente vivo. El ser “mexicano” que para reconocerlo a plenitud deberíamos comenzar por derrumbar un puñado considerable de mitos. Minucias de un México que no ha cambiado demasiado en los últimos 800 años, por lo menos.

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